… Y el diablo lo condujo al pináculo del templo
Mateo 4, 5
—Yo no entro —dijo Rippe girando sobre sí y alejándose a lo largo de la acera húmeda; Córdoba tamborileó sus dedos contra su pantalón por un instante.
—La puerta está sin seguro —insistió Canán—. Los de undécimo se treparon a la cruz la semana pasada; yo no me voy a quedar atrás.
—Además podemos tomar una foto para el periódico —dije enseñado la cámara fotográfica que mis progenitores me habían obsequiado de navidad.
—No sé... —titubeó Córdoba hurgando entre sus cabellos rojos—. ¿Y si nos enredamos?
—Usted también se puede caer al cruzar la calle —repliqué—; y si pasa un auto se muere.
—No es lo mismo —Córdoba me corrigió—; esta es la casa de Dios. Recuerde lo que Manuel nos dijo sobre la tercera tentación.
Su alusión al último sermón de nuestro párroco me inquietó; nuestra supervivencia era, en efecto, demasiado precaria para andar arriesgándola en deportes tan suicidas como el paracaidismo, el automovilismo y el salto de la cuerda al vacío.
—Nadie va a lanzarse —repliqué—; subimos a la ventana más alta y regresamos. Ni Canán ni yo vamos a escalar hasta la cruz.
—Hoy andaré sobre la casa de Dios —Canán me corrigió—. Ustedes me pueden esperar en la tercera base de la torre.
Córdoba alisó sus cabellos pelirrojos y suspiró.
—Si Córdoba no quiere ir, déjelo —me susurró Canán al oído.
Asentí un tanto desilusionado por la reticencia de mi condiscípulo. El peligro, como el afecto, como cualquier vivencia, es una experiencia que siempre he tratado de compartir.
—Los acompañaré hasta el mezanine enrejado.
Canán asintió y asumiendo la iniciativa se internó en la iglesia a través de la puerta principal. Junto al pabellón de los bautizos una mujer rubia, de unos dieciocho años, oraba ante una estatua de Santa Lucia.
—Está perdiendo la vista —me dijo Córdoba adivinando mis pensamientos—; los médicos no pueden ayudarle.
—Si aquí nadie nos ayuda, nada perdemos con suplicar al más allá —retorté reverente.
—Claro... —musitó Córdoba, cuyo padre recomendaba a sus pacientes desahuciados que se encomendasen al cuidado del hermano Gregorio Hernández.
Entramos a un pequeño cubículo de madera, de donde surgía una escalera de hierro oxidado. Esta iglesia, de inspiración gótica, ingeniosamente estructurada en ladrillos crudos y paredes de cal, había sido construida a comienzos de los años cuarenta, cuando los campanarios de las iglesias ya no eran necesarios. Al poco tiempo de su inauguración, tras la comercialización de los parlantes y las grabaciones en cinta magnetofónica, la torre y su campanario perdieron su utilidad práctica. Entonces cierto alcalde impío propuso demoler la torre para construir una piscina para el colegio San Pedro Claver, claustro al cual la iglesia no sólo debía su nombre, sino también, y principalmente, sus costos de mantenimiento. Al cabo la sociedad de padres de familia se conformó con construir una piscina semiolímpica en el patio de la iglesia.
—Cuidado con el décimo sexto —dije a Córdoba señalando un peldaño corroído por la humedad—. Hasta aquí llegó la gallina del Barroso.
Barroso, como tantos otros estudiantes de undécimo, había renegado de su coraje antes de alcanzar el segundo nivel de la torre. Córdoba sonrió condescendiente y saltando por un instante al vacío se aferró a una saliente de la pared adyacente, para saltar de inmediato sobre el marco de la escalera metálica, justo en el peldaño décimo séptimo.
— ¿Quién me está sacudiendo? —vociferó Canán desde el túnel blanco que se abría sobre nuestras cabezas.
—Córdoba que ahora se las da de intrépido —contesté con aire burlón.
Dos minutos después alcanzamos la base de concreto del segundo piso; desde allí observamos la corona de espinas del cristo que venerábamos todos los viernes.
—A ver si usted se arrepiente de la foto que le tomó a Plank y Vaca —Córdoba bromeó.
De camino a la iglesia fuimos sorprendidos por un fuerte aguacero que nos obligó a refugiarnos bajo el zaguán del infame cinema Sotomayor; allí nos cruzamos con un grupo de ‘cinéfilos’, entre los cuales reconocimos a Plank y Vaca. Córdoba me instó a que los retratase con mi cámara junto al afiche de dos mujeres y un hombre que entrelazaban sus miembros desnudos.
— ¿Se imagina la primera página? —exclamó entornando las órbitas de sus ojos.
—Creo que me quedó sobre expuesta —me excusé.
Mis condiscípulos sacudieron su cabeza sin emitir reproche. Comprobé que mi respuesta los tranquilizaba. La publicación de los cuerpos consternados de dos adolescente frente a un teatro infame no sólo sería una injusticia contra ambos; semejante imprudencia provocaría un escándalo municipal que culminaría con la prohibición definitiva del ingreso de menores al teatro.
Canán ascendió el segundo tramo de escaleras con rapidez simiesca; Córdoba lo siguió y yo, esta vez a la zaga, dejé colgar mi cámara del cuello. Algunos metros arriba vislumbré a través de los mosaicos destellos del panorama efervescente de Bucaramanga; su amplia meseta cubierta de blancos reflejos que titilaban sobre las fachadas de sus casas, parques y avenidas, más allá el paisaje de terracota de Girón, y allende la elevada meseta de Palonegro, en donde mi abuelo, dicen, vertió su sangre por un partido político que había dejado de existir.
—Aquí me quedo —me dijo Córdoba saltando sobre una verja metálica.
—Compruebe que sea segura —dije señalando la urdimbre metálica.
—Y usted, si siente vértigo, se regresa.
Reemprendí mi marcha a lo largo de un espacio cada vez más estrecho, aunque mejor iluminado. Por un momento creí que toda la ciudad me contemplaría, desde mi padre, cuya oficina de trabajo podía señalar desde las ranuras de los ladrillos crudos, hasta las alumnas del colegio de la Presentación; cuatro de ellas me desvelaban, mas aunque ya me había granjeado su amistad aún, no me había atrevido a declararle mi pasión a ninguna de ellas, sin duda por temor a sus rechazos. Mis pensamientos fueron interrumpidos por un trueno que estremeció las paredes de la torre, fue entonces cuando me percaté que desde el vacío Canán me tendía la mano. Observé pasmado que sus pies reposaban sobre una cornisa de apenas veinte centímetros de espesor; su cuerpo reclinándose sobre la superficie curva del vértice de la torre parecía oscilar sobre el vacío.
Me deslicé fuera de la torre y contemplé las pesadas nubes que devoraban aquel firmamento color turquesa. Imité a Canán y me recliné sobre el muro, entrelazando mis dedos a las figuras arabescas de los ladrillos crudos, los cuales, generosamente perforados, hacían la función de tragaluces. Ojeé las ascuas del reloj de la Iglesia de la Sagrada Familia: las cinco de la tarde. Me percaté de que todas las nubes de la Mesa de los Santos avanzaban somnolientas hacia nosotros para conformar a nuestras espaldas una densa bruma, justo sobre la falda de Morro Rico.
El horizonte palideció hasta supurar aires de tormenta.
— ¿Sube conmigo? —preguntó Canán enseñando su hilera de dientes perfectamente blancos. Sus labios carnosos se abrían voluptuosamente sobre su piel morena y bajo su cabello erizado conformando un cuadro de nervioso desafío.
—Voy a tomar las fotos —me excusé.
—Como quiera —musitó Canán un tanto soez.
Quemé varios rollos sin olvidarme de fotografiar el panorama sobre el parque Santander, la carrera treinta y tres y el patio del Colegio de La Presentación.
— ¡Soy el Rey! —gritó Canán a mis espaldas—. ¡Pero usted solo le ha tomado fotos a la mitad de Bucaramanga! ¡Pase al otro lado!
Hay momentos en la vida, en especial cuando el agotamiento, el nerviosismo o el miedo nos poseen, en que nuestra voluntad obedece a la más ligera indicación, por inconveniente que ésta sea. Tal fue mi caso aquella tarde; más preocupado del panorama de mi ciudad natal que de la cornisa que me sostenía me deslicé como una babosa atraída hacia la flor más dulce. A medio camino descubrí una pequeña cabellera pelirroja y unos brazos agitados junto a la piscina enrejada de nuestro colegio. Córdoba, sin duda. ¿Cuánto tiempo llevábamos allí? Sólo entonces intuí las presencia amenazante de dos nubes densas.
—Ya es hora que bajemos, Canán.
—No se preocupe por mí y tome las fotos —refunfuñó mi condiscípulo—. Estoy grabando mi nombre en esta cruz.
Una ligera llovizna comenzó a caer. Tomé varias fotos un tanto apresurado; ya entonces la velocidad de exposición de la película era demasiado lenta.
Reculé.

No sentí temor; sólo curiosidad por saber si sobreviviría o no a aquel accidente.
Vi entonces los detalles más minúsculos de los toldos de las camionetas circulando a mis espaldas: un parche, una inscripción amorosa, una marca de cigarrillo, así como los colores pasteles de los automóviles diseminados sobre el parqueadero más cercano.
Córdoba, quien como espectador contempló más detalladamente, y según la percepción de nuestro mundo ‘real’, nuestra agonía, nos dijo que ambos habíamos caído sobre las ramas frondosas del árbol más alto aledaño a la iglesia, rebotando de rama en rama hasta sumergirnos en las aguas de la piscina del colegio, en donde dos nadadores de sexto bachillerato nos rescataron.
Ahora recuerdo un suave aroma y al despertar la dolorosa noción de mi cuerpo lacerado y gimiente.