Sunday, April 15, 2018

El Fabricante



Horas después de que lo despidieran, injustificadamente, de su trabajo como administrador de una fábrica de colchones, Marco Lombardo recibió el dinero de su liquidación y compró un Ford Taurus modelo 2009 en el concesionario que administraba su amigo Eduardo Ciccione sobre la carrera 27, junto a una Iglesia Cristiana.
—Recuperaré la inversión trabajando en UBER —dijo mientras firmaba los documentos ante la mirada complaciente de Ciccione.
—¿Y qué pasó con su puesto en la fábrica de la familia Quintana? —repuso su viejo amigo de la infancia.
—Me harté de mi vida sedentaria —contestó evitando una confesión—. Quiero viajar.
—Fácil hacerlo a nuestra edad —Ciccione sonrío melifluo y, corrigiendo lo que ya consideraba una ironía, añadió entregándole las llaves del auto—: ¡Disfrútenlo!  
Al regresar a casa le tomó dos días persuadir a su esposa de la conveniencia de su decisión.
—¿Quién va a pagar la universidad de los niños? —gemía sin comprender porqué la familia Quintana lo despedía para ceder su puesto a un pariente lejano recién graduado.
—Debes demandarlos —repuso al cabo.
—No lo haré —replicó Marco.
—Es una injusticia.
—Confío en Dios omnipotente.
—Yo también —asintió Patricia reconsiderando su falta de fe—, pero Dios dice "ayúdate que yo te ayudare".
—¿En dónde dijo eso? ¿A quién?
—No sé —balbuceó—, es lo que la gente dice. 
—Si hay una injusticia, Él me reivindicará.
Marco trabajó como conductor de UBER, evadiendo con  agilidad los retenes que interponían los taxistas en las avenidas principales. Su modus operandi consistía en invitar a su cliente al puesto del copiloto; a diferencia de sus colegas su auto no era blanco, sino celeste, y sus ventanas ostentaban una película difuminada del 25%, lo que le daba una apariencia de auto privado.  Sus ingresos aumentaron durante la Semana Santa, y su vida parecía retomar un nuevo rumbo.
Cierta mañana de abril su auto no encendió. Marco contrató una grúa y llevó su auto a la concesionaria, en donde Eduardo Ciccione le demostró —con lupa sobre la letra menuda de su contrato de compra—venta—, que la garantía de su auto había vencido. 
Lo transportó entonces al moderno taller de mecánica de Jules, su antiguo amigo del Colegio San Pedro Claver, quien lo encomendó al peritaje de sus mejores socios. Luego de revisarlo por más de tres horas, los ingenieros concluyeron que no se trataba de un problema mecánico sino eléctrico. Le recomendaron cambiar el sistema de arranque.
—¿Cuánto cuesta?
—Unos tres millones de pesos.
   Los repuestos tardaron tres días en llegar. El auto fue reparado y Marco lo condujo de vuelta a casa. Sin embargo, al día siguiente, su Ford no arrancó. Los peritos del taller de Jules examinaron nuevamente su auto, y concluyeron que el repuesto era de mala calidad.
—No te preocupes —lo consoló Jules—; tienes la garantía de nuestra reparación. Lo examinaremos por un par de días hasta dar con el problema.
 Marco asintió preocupado por perder su herramienta de trabajo. Se reprochó no haber asegurado su auto con un auto de reposición en caso de daño mecánico. Los dos días pasaron y Jules le dijo que nadie lograba determinar el problema.
   —El auto funciona a la perfección —dijo—, pero le damos una vuelta por el parque y al regresar no enciende. Me temo que tendré que devolverte lo que me pagaste por el repuesto.
Marco llevó el auto a otro taller, y a otro y a un tercero. Al cabo de un mes su auto estaba de vuelta en el garaje de su casa. Nadie lograba descubrir cuál era la falla de su carro.
Cierta noche, incapaz de dormir, le pidió a la providencia que lo ayudase, explicándole cómo su dinero había menguado con los gastos familiares.
—Necesito mi auto reparado —le dijo a Jesucristo con esa fe que sólo guardan quienes creen en la omnipotencia divina.
Al siguiente día Jules lo llamó a su celular.
—¿Dónde tienes el auto? —le preguntó.
—En mi casa —contestó, y percatándose de la emoción en la voz de su amigo preguntó—: ¿conoces a alguien que pueda ayudarme?
  —De hecho sí —respondió Jules—. Hay un americano que me visitó ayer y me dijo que era un mecánico de la Ford. Le comenté tu caso y me preguntó si podría visitarte.    
—¿A mí?
—Le di tu dirección —repuso—. Debe estar por llegar. Se llama Enrique.
Colgó y espero a su visitante. A los pocos minutos vio a un hombre de cabellos blancos y ojos azules, quien vestía un traje de paño escocés un tanto inapropiado para el clima de Bucaramanga.
  —¿Es usted el dueño del Ford Taurus? —dijo con acento madrileño.
  —Sí.
  —¿Tiene herramientas?
—Sí —respondió—, el último mecánico que revisó el automóvil me pidió que se las guardará por estos días.
—¡Perfecto! Vamos a ver.
—Pero... —titubeó Marco—. ¿Quién lo va a revisar?
—Yo —aseveró Enrique levantando su cabeza; sólo entonces se percató que casi alcanzaba los dos metros de estatura.
Marco lo invitó a seguir y lo condujo hasta su garaje, preguntándose cómo podía un anciano tan elegantemente vestido solucionar un problema que no diagnosticaban los talleres más sofisticados de la ciudad.
 —Veamos —dijo el anciano tomando una llave de precisión, y con una maestría que evidenciaba sus conocimientos de mecánica, desmontó la correa del motor y la del alternador.
   Marcó fue a la cocina, en donde le pidió a su mujer que les llevase unas limonadas.
  —¡Ya está! —le dijo el anciano cuando regresó al garaje—. Tengo cuidado de no velar por las responsabilidades de sus descendientes; uno los quiere tanto que puede pasarse la eternidad solucionando sus problemas.
  Las herramientas estaban guardadas en su baúl de hierro. Marco meditó sobre el significado de dicha advertencia, hasta que se percató que el vestido y las manos de Henry estaban tan pulcros como a su llegada 
 —¿Qué espera? —continuó el anciano—. Enciéndalo.
Marco encendió su Taurus y el sonido suave del motor llegó como la melodía de una flauta a sus oídos. Le dio una vuelta a la cuadra y al aparcar en la calle, frente a su casa, detrás de un auto de clásicos y antiguos, vio a su esposa ofrecerle un vaso de limonada al anciano mecánico.
—Gracias —se excusó—. Pero no tengo sed. Discúlpenme. Tengo una importante reunión en mi oficina esta noche.
—No sabe como le agradezco —le dijo Marco—. ¿Cuánto le debo?
—Nada —el anciano se explayó—. Uno arregla lo que crea.
—¿Quién mejor indicado para reparar este carro que el ingeniero que lo diseñó? —intervino Patricia—. Mientras manejabas Enrique me dijo que era él quien los producía.
El anciano se despidió y ascendió a un Ford Modelo T de pintura mate.
Al encender su auto Marco tuvo la extraña sensación que vivía un sueño.
—¿Cómo es su apellido? —dijo aferrándose a la ventanilla.
—¡Ford! —dijo el anciano—. Mi nombre es Enrique Ford.
Y se perdió en las calles de la ciudad.

Cuento de Historia Cifrada