Sunday, April 15, 2018

El Fabricante



Horas después de que lo despidieran, injustificadamente, de su trabajo como administrador de una fábrica de colchones, Marco Lombardo recibió el dinero de su liquidación y compró un Ford Taurus modelo 2009 en el concesionario que administraba su amigo Eduardo Ciccione sobre la carrera 27, junto a una Iglesia Cristiana.
—Recuperaré la inversión trabajando en UBER —dijo mientras firmaba los documentos ante la mirada complaciente de Ciccione.
—¿Y qué pasó con su puesto en la fábrica de la familia Quintana? —repuso su viejo amigo de la infancia.
—Me harté de mi vida sedentaria —contestó evitando una confesión—. Quiero viajar.
—Fácil hacerlo a nuestra edad —Ciccione sonrío melifluo y, corrigiendo lo que ya consideraba una ironía, añadió entregándole las llaves del auto—: ¡Disfrútenlo!  
Al regresar a casa le tomó dos días persuadir a su esposa de la conveniencia de su decisión.
—¿Quién va a pagar la universidad de los niños? —gemía sin comprender porqué la familia Quintana lo despedía para ceder su puesto a un pariente lejano recién graduado.
—Debes demandarlos —repuso al cabo.
—No lo haré —replicó Marco.
—Es una injusticia.
—Confío en Dios omnipotente.
—Yo también —asintió Patricia reconsiderando su falta de fe—, pero Dios dice "ayúdate que yo te ayudare".
—¿En dónde dijo eso? ¿A quién?
—No sé —balbuceó—, es lo que la gente dice. 
—Si hay una injusticia, Él me reivindicará.
Marco trabajó como conductor de UBER, evadiendo con  agilidad los retenes que interponían los taxistas en las avenidas principales. Su modus operandi consistía en invitar a su cliente al puesto del copiloto; a diferencia de sus colegas su auto no era blanco, sino celeste, y sus ventanas ostentaban una película difuminada del 25%, lo que le daba una apariencia de auto privado.  Sus ingresos aumentaron durante la Semana Santa, y su vida parecía retomar un nuevo rumbo.
Cierta mañana de abril su auto no encendió. Marco contrató una grúa y llevó su auto a la concesionaria, en donde Eduardo Ciccione le demostró —con lupa sobre la letra menuda de su contrato de compra—venta—, que la garantía de su auto había vencido. 
Lo transportó entonces al moderno taller de mecánica de Jules, su antiguo amigo del Colegio San Pedro Claver, quien lo encomendó al peritaje de sus mejores socios. Luego de revisarlo por más de tres horas, los ingenieros concluyeron que no se trataba de un problema mecánico sino eléctrico. Le recomendaron cambiar el sistema de arranque.
—¿Cuánto cuesta?
—Unos tres millones de pesos.
   Los repuestos tardaron tres días en llegar. El auto fue reparado y Marco lo condujo de vuelta a casa. Sin embargo, al día siguiente, su Ford no arrancó. Los peritos del taller de Jules examinaron nuevamente su auto, y concluyeron que el repuesto era de mala calidad.
—No te preocupes —lo consoló Jules—; tienes la garantía de nuestra reparación. Lo examinaremos por un par de días hasta dar con el problema.
 Marco asintió preocupado por perder su herramienta de trabajo. Se reprochó no haber asegurado su auto con un auto de reposición en caso de daño mecánico. Los dos días pasaron y Jules le dijo que nadie lograba determinar el problema.
   —El auto funciona a la perfección —dijo—, pero le damos una vuelta por el parque y al regresar no enciende. Me temo que tendré que devolverte lo que me pagaste por el repuesto.
Marco llevó el auto a otro taller, y a otro y a un tercero. Al cabo de un mes su auto estaba de vuelta en el garaje de su casa. Nadie lograba descubrir cuál era la falla de su carro.
Cierta noche, incapaz de dormir, le pidió a la providencia que lo ayudase, explicándole cómo su dinero había menguado con los gastos familiares.
—Necesito mi auto reparado —le dijo a Jesucristo con esa fe que sólo guardan quienes creen en la omnipotencia divina.
Al siguiente día Jules lo llamó a su celular.
—¿Dónde tienes el auto? —le preguntó.
—En mi casa —contestó, y percatándose de la emoción en la voz de su amigo preguntó—: ¿conoces a alguien que pueda ayudarme?
  —De hecho sí —respondió Jules—. Hay un americano que me visitó ayer y me dijo que era un mecánico de la Ford. Le comenté tu caso y me preguntó si podría visitarte.    
—¿A mí?
—Le di tu dirección —repuso—. Debe estar por llegar. Se llama Enrique.
Colgó y espero a su visitante. A los pocos minutos vio a un hombre de cabellos blancos y ojos azules, quien vestía un traje de paño escocés un tanto inapropiado para el clima de Bucaramanga.
  —¿Es usted el dueño del Ford Taurus? —dijo con acento madrileño.
  —Sí.
  —¿Tiene herramientas?
—Sí —respondió—, el último mecánico que revisó el automóvil me pidió que se las guardará por estos días.
—¡Perfecto! Vamos a ver.
—Pero... —titubeó Marco—. ¿Quién lo va a revisar?
—Yo —aseveró Enrique levantando su cabeza; sólo entonces se percató que casi alcanzaba los dos metros de estatura.
Marco lo invitó a seguir y lo condujo hasta su garaje, preguntándose cómo podía un anciano tan elegantemente vestido solucionar un problema que no diagnosticaban los talleres más sofisticados de la ciudad.
 —Veamos —dijo el anciano tomando una llave de precisión, y con una maestría que evidenciaba sus conocimientos de mecánica, desmontó la correa del motor y la del alternador.
   Marcó fue a la cocina, en donde le pidió a su mujer que les llevase unas limonadas.
  —¡Ya está! —le dijo el anciano cuando regresó al garaje—. Tengo cuidado de no velar por las responsabilidades de sus descendientes; uno los quiere tanto que puede pasarse la eternidad solucionando sus problemas.
  Las herramientas estaban guardadas en su baúl de hierro. Marco meditó sobre el significado de dicha advertencia, hasta que se percató que el vestido y las manos de Henry estaban tan pulcros como a su llegada 
 —¿Qué espera? —continuó el anciano—. Enciéndalo.
Marco encendió su Taurus y el sonido suave del motor llegó como la melodía de una flauta a sus oídos. Le dio una vuelta a la cuadra y al aparcar en la calle, frente a su casa, detrás de un auto de clásicos y antiguos, vio a su esposa ofrecerle un vaso de limonada al anciano mecánico.
—Gracias —se excusó—. Pero no tengo sed. Discúlpenme. Tengo una importante reunión en mi oficina esta noche.
—No sabe como le agradezco —le dijo Marco—. ¿Cuánto le debo?
—Nada —el anciano se explayó—. Uno arregla lo que crea.
—¿Quién mejor indicado para reparar este carro que el ingeniero que lo diseñó? —intervino Patricia—. Mientras manejabas Enrique me dijo que era él quien los producía.
El anciano se despidió y ascendió a un Ford Modelo T de pintura mate.
Al encender su auto Marco tuvo la extraña sensación que vivía un sueño.
—¿Cómo es su apellido? —dijo aferrándose a la ventanilla.
—¡Ford! —dijo el anciano—. Mi nombre es Enrique Ford.
Y se perdió en las calles de la ciudad.

Cuento de Historia Cifrada



     

Tuesday, May 17, 2016

De la Caída del Imperio Romano


Durante las luchas fratricidas de Roma hubo emperadores que, sin importarles el destino de su patria, se aliaron con los vándalos, bárbaros y bandidos con el fin de destruir a sus más populares rivales políticos. 



Sus alianzas probaron ser contraproducentes, pues si bien los emperadores traidores derrotaron, en efecto, a sus adversarios, sus aliados reclamaron nuevos y más exigentes privilegios, hasta tornarse incontrolables. 

Al cabo los ciudadanos honrados y pujantes de Roma fueron reemplazados por mercenarios que sólo habían aprendido en su vida a matar, robar y tiranizar. 

Los ejércitos se debilitaron bajo el comando de generales advenedizos y el Imperio Romano quedó expuesto a nuevos invasores violentos, espada en mano, tridente y mazo, de Asia Central, Escandinavia, Persia y Arabia.




Monday, May 9, 2016

De los Actores desde la caída y ruina de la Atlántida

A diferencia del divino Platón, los historiadores dravídicos otorgan menos importancia a los avances tecnológicos de los Atlantes que a sus dotes histriónicas, las cuales fueron desarrolladas por el gurú Jasyare. Su teoría consistía en prepararse para la vida como un actor se prepara para la escena. 


Así, el militar debía estudiar todos los libros de guerra; el médico todos los tratados de homeopatía y medicina; el ingeniero, todos los compendios de resistencia y diseño. El mundo sería su escenario, y tanto el uso apropiado de la voz como el dominio de las emociones se convirtieron en la prioridad de aquella civilización. El cuidado de la apariencia física se volvió igualmente importante, por lo que los Atasanti invertían media madrugada en ejercicios de resistencia y flexibilidad. Al cabo de una generación su belleza, sus modales precisos y su pronunciación adecuada persuadieron a las demás naciones del orbe de la ascendencia de los Atasanti, quienes, además de laboriosos, eran bizarros y perseverantes. Sus filósofos, poetas y estadistas brillaron, así como sus arquitectos, escultores y marineros, pues creían fervorosamente que sus vidas no eran sino la representación de un rol que debía brillar ante los millones de espectadores que sumaban a todos los seres habidos y por haber. Como todo consumado actor, Jasyare les enseñó que la muerte no era sino el acto final de una función singular, a la cual seguirían nuevas representaciones en nuevos escenarios. Su mayor espectador era Dios —aseguraba  Jasyare—, quien compendiaba todos los seres, desde el más diminuto insecto hasta el más portentoso cachalote. Jasyare enseñaba, a su vez, bajo la influencia del panteísmo dravídico, según el cual sólo hay un Ser que experimenta su creación desde todas las existencias posibles. Para hacer de su vivencia única, el Ser se sumerge continuamente en el pozo del olvido, del cual emerge, como recién nacido, en nuevas criaturas. La vida, según Jasyare, es la interacción del Ser consigo mismo. Del mismo modo en que un actor versátil puede representar hasta treinta personajes en la escena, combinando una voz grave con una aguda, o un defecto físico con otro, así el Ser combina una reina con un mendigo, o una liebre con un colibrí. La superioridad de los Atasanti sobre las demás naciones les permitió construir puentes, avenidas, naves de guerra y grandes industrias, las cuales crecieron gracias a la contratación de sus vecinos, los Tamara, cuya civilización aún vivía de la caza y la recolección. Con los años el prestigio de los discípulos de Jasyare aumentó; su economía era respaldada por préstamos, bonos y papel moneda que imprimían bajo el prestigio de su civilización. Desarrollaron naves de guerra y edificaron alcázares de cristal y nácar. La perfección llego entonces a ser exclusividad de los histriones.  

Pasaron los siglos, hasta que surgió una nueva generación de Atasanti liderada por Proset, actor de ojos abultados y cuerpo diminuto. Su fealdad lo llevó a refutar las enseñanzas de Jasyare, y en su lugar propuso lo que se llamó la Sociología del Panal de Abejas, en que existían dos tipos de ciudadanos: los obreros, que gustaban de trabajar y los zánganos, quienes habían nacido para el ocio. Según Proset, el producto de la sociedad debía ser distribuido equitativamente entre los dos conglomerados sociales. Proset subió al poder con sus promesas y abrió de inmediato las arcas y el crédito de los Atasanti a sus ciudadanos, quienes lo despilfarraron en una orgía de lujo y exceso. Lejos de respetar las jerarquías del panal, los Atasanti asesinaron a sus actores más destacados. Durante cerca de trescientos años las naciones extranjeras presenciaron la decadencia de los Atasanti, quienes fueron desgastando el respeto que sus antepasados se habían granjeado, lo que se tradujo eventualmente en la pérdida del crédito. La economía de los Atasanti colapsó ante las exigencias de sus acreedores externos. El coup de grâce se lo asestó el poeta Tamara Abigail, quien ironizó sus pretensiones en un sexteto:
Forjaré puñales y pagareis por ellos
Fraguaré armas y pagareis por ellas
Construiré alcázares y pagareis por ellos
Porque somos de un abolengo superior
Porque tuvimos la osadía de dominar
Como jamás dominaría un inferior
Abigail despertó al resto de la humanidad de su letargo, y los habitantes de los demás continentes salieron a las calles a protestar, forzando a sus dirigentes a romper los lazos económicos y diplomáticos con los Atasanti. En represalia Proset deportó a los extranjeros y nuevos ciudadanos de la Atlántida hasta una tercera generación. Cerca de 60 millones de inmigrantes fueron acogidos por los continentes de sus ancestros; eran los años de la “Arrogancia roja”, esto en razón del color que predominaba en las montañas de los Atasanti. Pero al cabo de tres años de aislamiento, las políticas de Proset probaron ser contraproducentes, y los Atasanti se despertaron un día con la agria noticia que su moneda se desplomó con la fuga de divisas extranjeras y sus máquinas de guerra, carentes de la mano de obra que las había fundido, naufragaron en su primera expedición bélica. El desempleo y el hambre llevaron a los atlantes a la mendicidad global. El resto del mundo, sin embargo, les cerró las puertas. Sus ciudadanos cayeron entonces en las más agrias recriminaciones, hasta que Proset fue asesinado, dando paso a una guerra civil que en tan sólo dos años llevó a su nación a una conflagración.
Los restos de aquella gran nación fueron arrasados por el mar, continúa la crónica, prueba de la ira divina, y serán en la era de los delfines descubiertos en el hoy llamado Triángulo de las Bermudas, si bien se explica que tras la destrucción de los Atlantes los Egipcios y los Davídicos crearon un sarcófago gigante de arena, con el fin de contener la radiación de aquellos desechos por millones de años. 
El historiador Rad-Cassan argumenta, por su parte, que el sarcófago fue construido por las demás naciones de aquella generación, y que principal propósito del lecho de arena fue punitivo, el de ocultar a generaciones postreras las ruinas, los excesos y la ignominiosa soberbia, caída y ruina de los atlantes. En otro pasaje de su extensa obra, Rad-Cassan argumenta, a mi modo de ver equivocadamente, que la desconfianza de la mayor parte del mundo hacia los actores, deriva precisamente del trágico fin de los Atasanti.  








Sunday, November 15, 2015

La Salvación del Cristianismo ante la avalancha pagana

I
Corre el año más aciago y terroristas libran batallas a las afueras de París, ahora centro de operaciones de nuestros enemigos. Como cristianos sabemos que no sobreviviremos a la espada bárbara que se cierne sobre el continente. 

Clovis

Nuestros ingenieros han construido pasajes secretos para cuando las huestes de emigrantes fundamentalistas arrasasen la Ciudad Eterna.
Súbitamente los más escépticos descubren que el Credo del Dios revelado a través de Israel, Jesucristo y la Iglesia de Roma no constituye sino el soporte espiritual de una minoría, y que la religión pagana cuenta con millones de adeptos prestos a derramar su sangre por una ciudad de vírgenes y arcas rebosantes de joyas. 
Culpo a nuestros políticos y bardos, quienes en aras de la tolerancia han permitido la convivencia de tantos credos que ensalzan el asesinato, el estupro, la poligamia, el robo, la guerra y la destrucción del enemigo. Demasiado tarde comprenden que avalando la barbarie en el extranjero la han patrocinado en casa. Me asombra creer que nuestros patriarcas progresistas hayan comparado nuestros modales con los suyos, concluyendo que su estilo es mas cercano a las leyes de la naturaleza, como si la naturaleza no fuese un conglomerado de universos discordantes y en lucha.
Ya ni siquiera tenemos ejército para confrontar el terror, y lo único que nos mantiene en vilo es la lucha fratricida que libran los invasores de Francia y Alemania en nuestras fronteras. Quien venza se abalanzará sobre nosotros sin resistencia. 
No puedo dormir y a menudo siento el filo de la espada sobre mi cuello. 
“¡Nuestro Dios es grande!” gritan los francos antes de inmolarse contra las lanzas de sus enemigos, sólo para inutilizarlas y dejar a sus verdugos a merced de sus lanceros. 
No les importa perder el doble de soldados en una batalla, pues creen que esclavizando a las mujeres que conquisten repoblarán la tierra. 
En Roma los suicidios colectivos abundan. Hace dos días una vecina que vendía pasteles se ahorcó dejando una nota sobre la inutilidad de vivir en un universo incapaz de perdonar.

II
¡Cómo puede cambiar el universo en un sólo día! ¡Alabado sea el Dios creador que con la conversión de un sólo corazón altera la historia con mayor eficiencia que con un ejército! Clovis estaba cerca de perder cuando decidió apelar al Dios de justicia que tanto adoraba su esposa. De inmediato la guerra giró a su favor; los alemanes huyeron y quienes no fueron masacrados fueron esclavizados.
¡El rey del mundo, Clovis I, el látigo de los cristianos, el más acérrimo fundamentalista ha sido convertido a Cristo! 
Las noticias han llegado como un vendaval que arrasa con nuestros miedos. Ya varios mensajeros no lo han confirmado. Todos cantan; toneles de vino y cerdos con manzanas han sido puestos en la calle para deleite de las multitudes. ¡Clovis ha vencido a los teutones y avanza sobre nosotros, pero no ya como un rey castigador, sino como nuestro rey legítimo! El Dios de la verdad, la compasión y el amor lo ha tocado y nuestro vencedor no es ya el hereje que todos temimos, sino el primer emperador pagano de la cristiandad.


Cuento de Historia Cifrada


Friday, September 18, 2015

La Torre

… Y el diablo lo condujo al pináculo del templo
Mateo 4, 5


—Yo no entro —dijo Rippe girando sobre sí y alejándose a lo largo de la acera húmeda; Córdoba tamborileó sus dedos contra su pantalón por un instante. 
—La puerta está sin seguro —insistió Canán—. Los de undécimo se treparon a la cruz la semana pasada; yo no me voy a quedar atrás.
—Además podemos tomar una foto para el periódico —dije enseñado la cámara fotográfica que mis progenitores me habían obsequiado de navidad. 
—No sé... —titubeó Córdoba hurgando entre sus cabellos rojos—. ¿Y si nos enredamos?
—Usted también se puede caer al cruzar la calle —repliqué—; y si pasa un auto se muere.

—No es lo mismo —Córdoba me corrigió—; esta es la casa de Dios. Recuerde lo que Manuel nos dijo sobre la tercera tentación.
Su alusión al último sermón de nuestro párroco me inquietó; nuestra supervivencia era, en efecto, demasiado precaria para andar arriesgándola en deportes tan suicidas como el paracaidismo, el automovilismo y el salto de la cuerda al vacío. 
—Nadie va a lanzarse —repliqué—; subimos a la ventana más alta y regresamos. Ni Canán ni yo vamos a escalar hasta la cruz.
—Hoy andaré sobre la casa de Dios —Canán me corrigió—. Ustedes me pueden esperar en la tercera base de la torre. 
Córdoba alisó sus cabellos pelirrojos y suspiró.
—Si Córdoba no quiere ir, déjelo —me susurró Canán al oído.
Asentí un tanto desilusionado por la reticencia de mi condiscípulo. El peligro, como el afecto, como cualquier vivencia, es una experiencia que siempre he tratado de compartir.
—Los acompañaré hasta el mezanine enrejado.
Canán asintió y asumiendo la iniciativa se internó en la iglesia a través de la puerta principal. Junto al pabellón de los bautizos una mujer rubia, de unos dieciocho años, oraba ante una estatua de Santa Lucia.
—Está perdiendo la vista —me dijo Córdoba adivinando mis pensamientos—;  los médicos no pueden ayudarle.
—Si aquí nadie nos ayuda, nada perdemos con suplicar al más allá —retorté reverente. 
—Claro... —musitó Córdoba, cuyo padre recomendaba a sus pacientes desahuciados que se encomendasen al cuidado del hermano Gregorio Hernández.
Entramos a un pequeño cubículo de madera, de donde surgía una escalera de hierro oxidado. Esta iglesia, de inspiración gótica, ingeniosamente estructurada en ladrillos crudos y paredes de cal, había sido construida a comienzos de los años cuarenta, cuando los campanarios de las iglesias ya no eran necesarios. Al poco tiempo de su inauguración, tras la comercialización de los parlantes y las grabaciones en cinta magnetofónica, la torre y su campanario perdieron su utilidad práctica. Entonces cierto alcalde impío propuso demoler la torre para construir una piscina para el colegio San Pedro Claver, claustro al cual la iglesia no sólo debía su nombre, sino también, y principalmente, sus costos de mantenimiento. Al cabo la sociedad de padres de familia se conformó con construir una piscina semiolímpica en el patio de la iglesia.
—Cuidado con el décimo sexto —dije a Córdoba señalando un peldaño corroído por la humedad—. Hasta aquí llegó la gallina del Barroso.
Barroso, como tantos otros estudiantes de undécimo, había renegado de su coraje antes de alcanzar el segundo nivel de la torre. Córdoba sonrió condescendiente y saltando por un instante al vacío se aferró a una saliente de la pared adyacente, para saltar de inmediato sobre el marco de la escalera metálica, justo en el peldaño décimo séptimo.
— ¿Quién me está sacudiendo? —vociferó Canán desde el túnel blanco que se abría sobre nuestras cabezas.
—Córdoba que ahora se las da de intrépido —contesté con aire burlón.
Dos minutos después alcanzamos la base de concreto del segundo piso; desde allí observamos la corona de espinas del cristo que venerábamos todos los viernes.
—A ver si usted se arrepiente de la foto que le tomó a Plank y Vaca —Córdoba bromeó.

De camino a la iglesia fuimos sorprendidos por un fuerte aguacero que nos obligó a refugiarnos bajo el zaguán del infame cinema Sotomayor; allí nos cruzamos con un grupo de ‘cinéfilos’, entre los cuales reconocimos a Plank y Vaca. Córdoba me instó a que los retratase con mi cámara junto al afiche de dos mujeres y un hombre que entrelazaban sus miembros desnudos.
— ¿Se imagina la primera página? —exclamó entornando las órbitas de sus ojos.
—Creo que me quedó sobre expuesta —me excusé.
Mis condiscípulos sacudieron su cabeza sin emitir reproche. Comprobé que mi respuesta los tranquilizaba. La publicación de los cuerpos consternados de dos adolescente frente a un teatro infame no sólo sería una injusticia contra ambos; semejante imprudencia provocaría un escándalo municipal que culminaría con la prohibición definitiva del ingreso de menores al teatro.
Canán ascendió el segundo tramo de escaleras con rapidez simiesca; Córdoba lo siguió y yo, esta vez a la zaga, dejé colgar mi cámara del cuello. Algunos metros arriba vislumbré a través de los mosaicos destellos del panorama efervescente de Bucaramanga; su amplia meseta  cubierta de blancos reflejos que titilaban sobre las fachadas de sus casas, parques y avenidas, más allá  el paisaje de terracota de Girón, y allende la elevada meseta de Palonegro, en donde mi abuelo, dicen, vertió su sangre por un partido político que había dejado de existir. 
—Aquí me quedo —me dijo Córdoba saltando sobre una verja metálica.
—Compruebe que sea segura —dije señalando la urdimbre metálica.
—Y usted, si siente vértigo, se regresa.
Reemprendí mi marcha a lo largo de un espacio cada vez más estrecho, aunque mejor iluminado. Por un momento creí que toda la ciudad me contemplaría, desde mi padre, cuya oficina de trabajo podía señalar desde las ranuras de los ladrillos crudos, hasta las alumnas del colegio de la Presentación; cuatro de ellas me desvelaban, mas aunque ya me había granjeado su amistad aún, no me había atrevido a declararle mi pasión a ninguna de ellas, sin duda por temor a sus rechazos. Mis pensamientos fueron interrumpidos por un trueno que estremeció las paredes de la torre, fue entonces cuando me percaté que desde el vacío Canán me tendía la mano. Observé pasmado que sus pies reposaban sobre una cornisa de apenas veinte centímetros de espesor; su cuerpo reclinándose sobre la superficie curva del vértice de la torre parecía oscilar sobre el vacío.
Me deslicé fuera de la torre y contemplé las pesadas nubes que devoraban aquel firmamento color turquesa. Imité a Canán y me recliné sobre el muro, entrelazando mis dedos a las figuras arabescas de los ladrillos crudos, los cuales, generosamente perforados, hacían la función de tragaluces. Ojeé las ascuas del reloj de la Iglesia de la Sagrada Familia: las cinco de la tarde. Me percaté de que todas las nubes de la Mesa de los Santos avanzaban somnolientas hacia nosotros para conformar a nuestras espaldas una densa bruma, justo sobre la falda de Morro Rico. 
El horizonte palideció hasta supurar aires de tormenta.
— ¿Sube conmigo? —preguntó Canán enseñando su hilera de dientes perfectamente blancos. Sus labios carnosos se abrían voluptuosamente sobre su piel morena y bajo su cabello erizado conformando un cuadro de nervioso desafío.
—Voy a tomar las fotos —me excusé.
—Como quiera —musitó Canán un tanto soez.
Quemé varios rollos sin olvidarme de fotografiar el panorama sobre el parque Santander, la carrera treinta y tres y el patio del Colegio de La Presentación. 
— ¡Soy el Rey! —gritó Canán a mis espaldas—. ¡Pero usted solo le ha tomado fotos a la mitad de Bucaramanga! ¡Pase al otro lado!
Hay momentos en la vida, en especial cuando el agotamiento, el nerviosismo o el miedo nos poseen, en que nuestra voluntad obedece a la más ligera indicación, por inconveniente que ésta sea. Tal fue mi caso aquella tarde; más preocupado del panorama de mi ciudad natal que de la cornisa que me sostenía me deslicé como una babosa atraída hacia la flor más dulce. A medio camino descubrí una pequeña cabellera pelirroja y unos brazos agitados junto a la piscina enrejada de nuestro colegio. Córdoba, sin duda. ¿Cuánto tiempo llevábamos allí? Sólo entonces intuí las presencia amenazante de dos nubes densas. 
—Ya es hora que bajemos, Canán.
—No se preocupe por mí y tome las fotos —refunfuñó mi condiscípulo—. Estoy grabando mi nombre en esta cruz.
Una ligera llovizna comenzó a caer. Tomé varias fotos un tanto apresurado; ya entonces la velocidad de exposición de la película era demasiado lenta. 
Reculé.
Fue entonces cuando aquel relámpago nos cegó; sentí el cuerpo pesado de Canán y sus manos desesperadamente aferrándose a las mías. En un momento de inspiración extendí mis piernas con toda mi fuerza desde el muro hacia el vacío. Al volar —tal es el verbo más preciso para explicar esa caída—, divisé las nubes que me abandonaban y mi cámara flotando sobre mis cabellos, ahora tan extensos como el firmamento. Fue una imagen inmóvil, preservada más allá de los segundos, los siglos y las eras. 
No sentí temor; sólo curiosidad por saber si sobreviviría o no a aquel accidente. 
Vi entonces los detalles más minúsculos de los toldos de las camionetas circulando a mis espaldas: un parche, una inscripción amorosa, una marca de cigarrillo, así como los colores pasteles de los automóviles diseminados sobre el parqueadero más cercano. 
Córdoba, quien como espectador contempló más detalladamente, y según la percepción de nuestro mundo ‘real’, nuestra agonía, nos dijo que ambos habíamos caído sobre las ramas frondosas del árbol más alto aledaño a la iglesia, rebotando de rama en rama hasta sumergirnos en las aguas de la piscina del colegio, en donde dos nadadores de sexto bachillerato nos rescataron.
Ahora recuerdo un suave aroma y al despertar la dolorosa noción de mi cuerpo lacerado y gimiente.